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El Castillo

Al igual que el protagonista de la novela de Kafka, así se siente cualquier ciudadano que haya de acudir a los Tribunales de Justicia, ya sea por en reclamación de sus derechos o en defensa de los mismos; ya sea ante una jurisdicción o ante otra.

Perdido, confuso, temeroso. Esas son las sensaciones primarias y fundamentales que le asaltan cuando ha de verse inmerso en el océano de mostradores, pasillos, funcionarios y burocracia que le rodean, utilizando además un lenguaje de lo más incomprensible y ajeno para él.

Es además conocida la escasa empatía que los funcionarios muestran con el justiciable. Su sobrecarga de trabajo les provoca un estado de total desafección con aquellos que acuden no ya a reclamarles, sino simplemente a solicitarles información. Y no son sólo los ciudadanos normales los que sufren este desapego, sino los profesionales independientes del derecho, que a diario han de lidiar con los operarios de los juzgados más que con la legislación.

En este mundo extraño, complejo, y hasta cierto punto malvado, donde no sabe uno muy bien a qué atenerse, donde cualquier paso puede ser en falso, donde la verdad no importa y la realidad jurídica está subyugada a espesos e incomprensibles procedimientos, surge sin embargo una ayuda, un salvavidas, una esperanza.

El Abogado.

Porque con todos su defectos, y sus (en ocasiones) elevados honorarios, el abogado resulta ser el único vínculo o enlace con la realidad de que dispone el justiciable.

No sólo es un profesional del derecho que conoce la legislación vigente y la usará para la defensa de los derechos de su cliente, es mucho más que eso. Es la persona que tiene el mapa del castillo; que conoce sus atajos, sus almenas, sus torres…, y también sus calabozos y sus cloacas.

La profesión del abogado esta así impregnada de un tremendo humanismo, pues ante la pesada burocracia, impersonal e inhumana, y los incomprensibles procedimientos legales, es él quien debe exponer a su cliente, con palabras clara y comprensibles, todas aquellas posibilidades que puedan suceder de dicho proceso.

El cliente se aferra al abogado como la única tabla de salvación en un mar de papeles redactados en un idioma incomprensible. Todos los letrados conocemos el caso: Clientes que, una y otra vez, nos llaman para preguntarnos cualquier duda, muchas de las veces totalmente superfluas, o nos cuentan su historia personal que en escasas ocasiones tiene virtualidad alguna para el proceso.

Y sin embargo, le atendemos una y otra vez; nos quejamos, les esquivamos, bromeamos con ellos, nos enfadamos…., pero les atendemos.

El motivo no es otro sino que somos conscientes de su posición, de su temor. Se encuentran inmersos en una situación que no ha querido, que no han deseado, y que aunque pudieran haber sido responsables de ella, no desearían haber enfrentado nunca. Por otra parte, no es algo que puedan manejar con soltura, no tiene disponibilidad sobre ella y muy escaso margen de maniobra.

El letrado tiene como fin fundamental la defensa de los derechos e intereses de su cliente que es además la parte más débil del proceso. En ninguna ley procesal se recoge este principio, pero la realidad jurídica así nos lo confirmar a diario. Su obligación, pues es doble. Una defensa frente al propio proceso, y una guía al cliente de su situación real, de las consecuencias que pudieran sobrevenirle, y de todos los pasos que ha de dar para que dicho proceso culmine satisfactoriamente, o por lo menos, de la forma menos gravosa posible.

No es así descabellado afirmar que el ejercicio de la profesión de abogado sea considerada de tanta relevancia por gran parte de la ciudadanía, al tiempo que tan despreciada (y atacada) por gran parte de los poderes públicos. En tiempos de reformas legales que afectan muy gravemente a los justiciables, éstos no son conscientes de lo grave de dichas reformas de no ser porque los abogados les informan, ya sean individualmente o de forma colectiva, en sus respectivos colegios.

Se podrá seguir criticando a los abogados, buscándole motes y apodos (algunos crueles), ridiculizando su oficio y atacando a sus corporaciones; pero una verdad es inmutable: No hay un solo cliente que haya felicitado al Juez, al Fiscal, o a uno cualquiera de los funcionarios por su labor. Pero todos los abogados recuerdan más de un cliente agradecido con lágrimas en los ojos por haberle guiado en la salida del tenebroso castillo de la Administración de Justicia.

Que nunca tengan miedo los abogados de adentrarse en el castillo de Kafka, pues la salida estaba mucho más cerca de lo que el protagonista pensaba; no hacía falta más que buscarla.


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