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La fuerza de la palabra dicha


“uti lingua nuncupassit ita ius esto”, el viejo aforismo romano contenido en la ley de las XII tablas, que regía el principio que aquello que las partes acordasen y dictasen como correcto y justo para sus negocios debía de tener fuerza de Ley. Un principio sencillo y rotundo que obligaba de forma altamente coactiva a sus intervinientes, pues su incumplimiento no solo provocaba la ruptura del negocio jurídico y las posteriores reclamaciones, sino que atañía a su propia honorabilidad.

Cabe preguntarse si, hoy en día, donde todos los actos de la vida se hacen por escrito, utilizando a tal fin medios desde el más clásico hasta los más avanzados sistemas informáticos, cabe todavía poder hablar del respeto y protección en el Derecho a la palabra dada. ¿Existen negocios jurídicos que puedan regularse simplemente por el acuerdo verbal de las partes? ¿Qué virtualidad tiene la oralidad dentro del tráfico jurídico y, sobre todo, en el ámbito judicial?

Es a un nivel modesto en los que aún encontramos la oralidad operando a plena actividad; las simples operaciones de compra en establecimientos, transacciones modestas, etc., se realizan todavía oralmente y tienen plena validez. Pero a medida que vamos aumentando la complejidad y, sobre todo, el valor económico del negocio jurídico, ésta pierde terreno frente a lo escrito, llegando a no tener valides alguna en supuestos tales como la adquisición de viviendas o los negocios en transacciones internacionales. Y dentro del espectro procesal, la situación es muy similar: Los Juzgados y Tribunales parecen tener una inusitada pasión por el elemento probatorio documentado, ignorando sistemáticamente declaraciones testificales que afirmen lo contrario.

Tal vea síntoma de nuestro tiempo, la eliminación de la oralidad en el tráfico jurídico, motivada por la desconfianza de la ciudadanía, tanto en sus propios conciudadanos como en las actuaciones de los juzgados y tribunales. El refranero castellano lo afirma, “las palabras se las lleva el viento”; no hay lugar, pues, para realizar negocios más allá del modo escrito si es que conllevan un mínimo de complejidad y volumen económico.

Si bien es cierto que la seguridad jurídica, elemento digno de la máxima protección, se ve altamente incrementada por medio de la escritura, el hecho de aparcar la oralidad en lo jurídico, especialmente entre particulares, denota simple desconfianza. No hablemos ya de operaciones en las que entren en juego grandes corporaciones empresariales o entidades bancarias, aquí la situación es más grave aún. Los contratos de adhesión son la norma, las posibilidades de negociación escasísimas (o directamente nulas) y los requisitos previos a formalizar cualquier negocio varios y farragosos. La posición de fuerza de estos operadores llega a extremos verdaderamente arrogantes, que provocan una enorme indefensión en la mayoría de los ciudadanos; y si a eso le unimos lo anteriormente dicho, que los juzgados y tribunales apenas darán crédito a declaraciones testificales frente a documentales, completamos el círculo. La eliminación de la oralidad en los negocios jurídicos viene de la mano del advenimiento de los infames contratos de adhesión.

No clamamos contra la escritura, ni mucho menos contra los medios modernos informáticos y telemáticos. Tal vez sea que añoramos tiempos en los que las personas respetaban su palabra, y hacían lo posible por cumplirla. Conceptos que se encontraban en boga no hace demasiado tales como honor, respeto y confianza hoy han sido desterrados en virtud de una mal entendida seguridad jurídica. Ésta es importante sin duda, pero no puede sobreponerse a elementos de humanidad en el derecho. El Derecho es un invento humano, una herramienta de ordenación de la vida en sociedad; está hecho por hombres y para hombres. La Ley está al servicio del hombre, y no al revés. No podemos mitificar tanto la seguridad jurídica como para anular el elemento de confianza en las transacciones jurídicas. Llegaría un momento en que dichas operaciones pudieran perfectamente ser realizadas por robots o programas informáticos (futuro no tan lejano) sin posibilidad de actuación humana. Todo muy perfecto, calculado, seguro…, y frío. Ya no sería jurídico, se tornaría en una dictadura de lo escrito.

Los antiguos romanos usaban su palabra; esta era firme e invariable. Si las circunstancias cambiaban, otro usual aforismo (rebus sic estandibus) ayudaba a componer las alteraciones sufridas, y el resto del sistema jurídico a resolver los conflictos habidos. Pero la base era la oralidad, la confianza entre los negociadores. El incumplimiento del mismo sin motivo o causa justificada (iusta causa) era un gran estigma para el “pater familias” que vería su credibilidad seriamente afectada en un mundo como el suyo, donde la oralidad era la norma. Tal vez por eso los abogados, además de excelentes juristas, eran también excepcionales oradores que han pasado a la historia.

Rescatar la oralidad, al menos en la medida que sea posible, devendría en beneficioso para la sociedad, pues recuperaría parte de la confianza entre los hombres que se ha perdido por causa de múltiples desastres y el primer paso hacia un mundo mejor.

Claro que lo más curioso del asunto resulta el comprobar que sea algo que fue enunciado hace ya más de 23 siglos.


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